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sábado, 18 de febrero de 2012

CONECTANDO EN LA CAFETERIA

No, no voy a hablar de zonas Wifi, el título de este post tiene que ver con la verdadera conectividad entre seres humanos.
Ayer por la mañana salí a tomar un café y me encontré con una compañera de trabajo: en mi Administración somos unos 800 en total, de los cuales 300 trabajamos en oficinas, con lo cual puedes conocer a muchos, pero no a todos, y de la mayoría sabes que son compañeros pero nada más.
Este era uno de esos casos, apenas sabía su nombre, pero como sabemos que somos compañeras, nos pusimos a hablar en la cafetería.
El tema derivó hacia los hijos, en concreto cuando llegan a la edad del tormento, es decir, la adolescencia, y de allí, a la edad feliz, es decir, la infancia.
De pronto, veo que a esta compañera se le llenan los ojos de lágrimas y me cuenta que perdió a su primer hijo cuando éste tenía trece meses. Aunque después de aquello tuvo dos hijos más y de eso habían pasado ya veinte años, lloraba porque en su momento no lo hizo: lo asumió y siguió para adelante, pero no lloró y ahora, con los años, de vez en cuando le embarga la pena y da rienda suelta al duelo que no afloró cuando tuvo que hacerlo.
Conectamos, no porque a mi me haya pasado algo parecido (afortunadamente), sino porque ambas estábamos de acuerdo en una cosa: el amor que nace con el hijo/a es único, y único para cada uno, la conexión entre madre e hijo/a es tan grande que no puede compararse a ninguna otra que puedas establecer con otra persona.
Conectamos porque nuestros ancestros nos decían que somos iguales, mujeres que somos madres, que hablamos el mismo idioma, que hemos vivido las mismas sensaciones y hemos pasado por las mismas experiencias catárquicas (un parto siempre lo es, una transformación arrebatadora, porque tu vida ya no vuelve a ser la misma).
Conectamos porque una de nosotras hablaba, desbordando sus sentimientos, mientras la otra escuchaba, recibiendo todo ese amor que no tenía a dónde ir desde que el hijo había muerto, porque como decía ella, “aunque tengas muchas más, ese hueco no lo llena nadie”.
Fue duro, pero hermoso, ver como una persona que apenas conoces puede apoyarse en ti y confiarte algo tan íntimo, sólo porque “detecta” que eres alguien capaz de escuchar esas palabras desde la empatía.
Agradezco a esta compañera sus palabras, su confianza (aunque es posible que no nos veamos en mucho tiempo y que cuando lo hagamos sólo haya un “hola, qué tal”) y el haber compartido conmigo la magia de su amor de madre.
Sus palabras finales fueron hermosas, tremendamente hermosas, palabras que sólo el amor puede hacer brotar: “No tengo miedo a morir, porque yo, al contrario que los demás, sé que quien me espera es mi hijo”.


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